Crisis de valores
Allá por el 2001, el clamor popular era “que se vayan todos”. La clase política había decepcionado a la población y el desempleo y el hambre dieron lugar a una situación desesperante para muchos.
Luego de investigar si el problema era político; si debíamos achicar el gasto como decía López Murphy; si debíamos armar una canasta de monedas como decía Cavallo; o si teníamos que abandonar la convertibilidad como se terminó haciendo, algunos se animaron a decir que el problema argentino era “de valores”. Muchos coincidimos.
En un país donde nadie cumple los contratos, nadie llega temprano, nadie respeta el tiempo ni el dinero de los otros, no podemos esperar que los políticos actúen distinto.
Sin embargo, si bien el planteo es, a mi juicio, bastante acertado, la solución que la gran mayoría le vio a este problema es, al menos, cuestionable.
Necesitábamos más educación. Necesitábamos aprender “valores” en el colegio.
Ahora bien ¿cuál es la posibilidad de que si a mí me dicen que tengo que respetar a los otros en el colegio, el día de mañana, cuando mi falta de respeto no represente ningún costo, vaya a procurar ser respetuoso? ¿Por qué voy a “valorar” algo como importante si, de no hacerlo, no pierdo nada?
¿Por qué los que manejaban los bancos, en lugar de resolver la situación de sus clientes –o por lo menos intentarlo- aceptaron silenciosamente el corralito? ¿No les dijeron en el colegio que lo tuyo es tuyo y lo mío es mío? Y si hubieran cursado la materia “No le robes a los clientes” ¿habrían actuado distinto?
Mi presunción es que no.
¿Educación o sistema?
En uno de sus argumentos a favor de la inmigración, Juan Bautista Alberdi sugiere:
“No pretendo que la moral deba ser olvidada. Sé que sin ella la industria es imposible; pero los hechos prueban que se llega a la moral más rápido por el camino de los hábitos laboriosos y productivos de esas naciones honestas que no por la instrucción abstracta”
Volviendo al Oso Garassino y las "minicuotas", en un contrato de mutuo, el prestador debe dar confianza y respaldo al que pide el crédito si quiere que éste lo recomiende con sus amigos. Por otro lado, el prestatario se obliga a devolver el préstamo en la cuantía y los plazos pactados. De no hacerlo, se arriesga a que el prestamista haga correr la voz y se pierda el crédito para siempre.
De aquí que sea importante conservar el valor de la palabra.
Es decir, la “industria”, como Alberdi llama a la actividad comercial, y los "hábitos laboriosos y productivos" de ésta pueden ser mucho más poderosos que cualquier intento escolar y abstracto de “evangelizar” y moralizar a los individuos.
Por más que a alguno le resulte difícil de creer, el interés individual –considerado egoísta y aprovechador- puede terminar siendo una fuente creadora de valores morales tales como el respeto, el pago a tiempo, la producción de calidad, el buen trato, la amabilidad y -como se le exige a Garassino- el valor de la palabra empleada.
Entonces, si aceptamos que la crisis es verdaderamente filosófica y moral, tenemos que poner seriamente en duda si la resolución pasa por crear más escuelas, o por facilitar la creación de empresas y promover un sistema de libre competencia donde faltar a la palabra represente un perjuicio económico y confiscar los depósitos represente la desaparición absoluta y perpetua de la empresa en el mercado.
Finalmente, es importante destacar que tal sistema no existe hoy en día, por lo que no deberíamos sorprendernos si llegáramos a vivir situaciones similares en el futuro.