viernes, 26 de agosto de 2011

Democracia Bajo Fuego: El Valor de la Crítica

Tiempo atrás nos referimos al problema que traía aparejado perseguir judicialmente a alguien por expresar sus ideas, pensamientos o sensaciones, por más abominables que éstos nos parezcan.

Poco después, Fito Páez vomitó insultos contra “la mitad de Buenos Aires” y levantó una polémica enorme por haber tratado mal a los votantes. ¿Cómo se permite semejante osadía? Sobre el asunto se escribieron artículos enteros descalificando sus dichos y criticando su actitud antidemocrática, por sobre todas las cosas. Aquí, en cambio, discutimos sus ideas.

Ahora bien, luego de las primarias, como ganaron los que no le gustan a la Sociedad Rural Argentina (pero sí a los artistas), quienes se llevaron el premio al exabrupto fueron sus representantes.

Hugo Biolcati sugirió que a los argentinos lo único que les interesa es tener un LCD y mirar a Marcelo Tinelli mientras que el país va camino al iceberg. Otro nuevo ataque de flanco hacia el supuesto egoísmo de los votantes, y hacia el elemento esencial de la democracia, “el pueblo”, los que votamos (que es distinto a “Los que Vivimos”).

Probablemente, como ya le pasó a Fito, Biolcati también reciba su correspondiente citación judicial. Pero, por las dudas, ya tiene una colección de críticas para entretenerse. El típico “gorila”, de parte de Aníbal Fernández, “lo peor de la Argentina” y “se le salió la chaveta” fueron algunas de las reacciones.

Así las cosas, lo que en la Argentina parece imperar es una serie de temas sobre los que nadie debe opinar distinto, o bien si lo hace, disimularlo lo más posible si no quiere ser investigado por la justicia, por el INADI, o demonizado por Clarín o “6, 7, 8” (según corresponda).

El problema con esta actitud es que impide llegar a mundos mejores. Si las expresiones de Páez o de Biolcati son atacadas con violencia y denostadas de manera que la próxima vez piensen dos veces antes de opinar sobre la “voluntad popular”, nos quedaremos sin voces críticas. Y las voces críticas son esenciales al mundo por dos cosas:

En primer lugar, si las críticas son erróneas, el hecho de que hayan salido a la luz, nos da la posibilidad de contrarrestarlas, de oponer nuestra teoría y reforzar nuevamente su valor.

Por el contrario, si las críticas son acertadas (y creo que nadie pensó en esta posibilidad), entonces estamos ante la posibilidad única de dar un nuevo debate, y de encontrar sistemas que satisfagan mejor las necesidades de todos.

En el año 1600 Galileo Galilei salvó su vida al confesar bajo presión que su teoría sobre el movimiento planetario era falsa. Sin embargo, la Tierra gira alrededor del Sol.

Probablemente no sean Biolcati ni Fito Páez los Galileos de nuestra era.

Pero que no queden dudas que la actitud de persecución y vilipendio de cualquiera que critique ciertos asuntos de nuestra vida pública es la garantía más grande de que si hay un Galileo dando vueltas, nunca lo vamos a conocer.

viernes, 19 de agosto de 2011

Paul Krugman: nueva víctima de la crisis filosófica

La economía es una rama de la ciencia que admiro particularmente. El estudio de la acción humana orientada a la satisfacción de necesidades, que da lugar a la interconexión libre y pacífica entre las personas, no puede ser tomado como algo menor, o meramente técnico. Sin embargo, algunos economistas se empeñan en quitarle todo contenido humano.

Es así como el premio nobel Paul Krugman, abogado del déficit y de la expansión fiscal (sólo para momentos de “crisis”), propuso –a modo de exageración- que si la sociedad norteamericana tuviera que armarse en defensa de una supuesta invasión alienígena, el gasto que esto generaría reactivaría la economía de manera tal que una vez que se dieran cuenta que tal invasión era un invento, ya habrían salido de la crisis.

Más allá de que este razonamiento roza el disparate económico, me gustaría analizar el tema desde un punto de vista moral, desde qué concepto del hombre tiene detrás esta teoría.

El razonamiento sería el siguiente: El país está próximo a una recesión, o sea, pocas ventas, poca rentabilidad, empresas en riesgo, quiebras, despidos y el círculo se pone peor. Entonces, ¿qué hacemos? El que tiene plata –El Estado, que no tiene pero puede fabricarla- la inyecta en el mercado y eso hace que vuelva el consumo, vuelvan las ventas, vuelva la rentabilidad, y todos contentos. ¿Inflación, endeudamiento, impuestos más altos? Después vemos.

Lo importante es que los americanos vuelvan a consumir. ¡Malditos americanos que dejaron de comprar todos al mismo tiempo! ¿Cómo se les ocurre? Pensar en las causas parece ser demasiado esfuerzo.

Pero el gran problema que hay con este razonamiento que ataca el síntoma es dónde sitúa al ser humano. Es decir, se considera que si desde el Estado manejamos ciertas variables, entonces el mundo vuelve a la “normalidad”.

Ahora bien, ¿Qué somos, relojes? ¿Somos tornillos de un carburador que si está andando mal nos tienen que ajustar? ¿Cuál es la normalidad? ¿Es aquel mundo dinámico que hacen los hombres en uso de su libertad, o es aquello que Paul Krugman quiere que la normalidad sea?

¿Por otro lado, cuál es la función de los bienes en el mundo, satisfacer las necesidades humanas, o es el ser humano el que tiene que satisfacer la necesidad de los bienes de ser comprados?

Si bien la propuesta del premio nobel tiene un lado económico oscuro en cuanto a las consecuencias que generaría, hay algo más profundo detrás que necesita ser combatido. Somos seres humanos y animados, no objetos o fichas de un tablero de ajedrez.

No permitamos que "la economía", la estabilidad financiera o los ratings de S&P sirvan de excusa para que nos den el trato que le dan a las piezas de un motor y no dejemos que nos usen como herramienta para consumir, cuando el consumo es nuestra herramienta para sobrevivir y no a la inversa.

jueves, 11 de agosto de 2011

¿El votante irracional?

En la versión digital del diario La Nación del día miércoles, apareció una nota titulada “El votante irracional”, escrita por la premiada periodista y miembro de la Academia Nacional de Periodismo, Nora Bär.

En ella se busca, sobre la base de ciertos hallazgos de la neurociencia, racionalizar (valga la paradoja) la catarata de insultos hecha por Fito Páez y tantos otros luego del triunfo de Macri en Capital. Generalizando, el artículo se pregunta: “Pero ¡¿cómo puede ser que tanta gente haya votado por X y no por Z?!” A juzgar por las conclusiones, me quedo con Fito.


La tesis de este breve artículo es, básicamente, que los políticos ganan gracias a la irracionalidad de los votantes.

“… tal como explicó Facundo Manes en su último programa sobre "Los misterios del cerebro" (sábados a las 21, por C5N), y sugieren cada vez más estudios neurocientíficos -y campañas publicitarias plagadas de golpes bajos dirigidos a nuestros más íntimos resortes emocionales-, la decisión del votante es peligrosamente parecida a una conducta irracional o inconsciente: se basa en datos como la cara o la apariencia del candidato, siente una gran resistencia al cambio (aunque se le presenten argumentos convincentes), realiza inferencias similares a las que utilizan los chicos…”

Ahora bien, aceptando la premisa que el triunfo de Macri tuvo que ver con razonamientos similares a los que utilizan los chicos, o dando por sentado que Cristina ganará por la resistencia al cambio, debe destacarse que de estas premisas no se extraen necesariamente las conclusiones del artículo.

Si bien la autora busca una posición políticamente correcta sobre los “enojos post electorales”, creo que considerar irracional al votante es todavía más agraviante - y más inexacto- que acusarlo de egoísta, como dijera el autor de Mariposa Tecnicolor.

De hecho el votante, como cualquier ser humano, es un ser racional[i] y cuando vota, también lo hace racionalmente, por más que ignore las propuestas de los candidatos y sólo se guíe por la cara, la publicidad de la tele, o la entrevista en la revista GENTE.

Y si bien para Bär guiarse por estas cuestiones demuestra que el voto es irracional, creo necesario decir que es exactamente lo contrario.

Votar implica un costo, e informarse para hacerlo implica un costo aún mayor. Por otro lado, el poder que tiene el voto de cada uno es difícilmente tan importante como para inclinar una elección y, aún en el caso de que gane nuestro candidato, el beneficio que uno obtiene está muy disperso entre toda la población (es decir, es difícil que nos beneficie directamente si es que no formamos parte del sindicato de Moyano).

Por último, el costo de una mala elección (votar al que finalmente termina haciendo las cosas mal) también está disperso y las consecuencias están distribuidas entre toda la población (a menos que seas un productor de carne y te prohíban las exportaciones, o seas un economista profesional y te multen por medir la inflación). Ergo, los incentivos para tomar una decisión "informada" son bajos.

De esta forma, lo que la periodista describe como irracionalidad, no es más que lo que otros autores llamaron hace más de cincuenta años la “ignorancia racional”:

“En una de sus originales contribuciones a la teoría de la elección pública, Anthony Downs (1957) resaltó que el individuo que vota es –en gran medida- ignorante pero es racional en mantenerse en ese estado. La lógica detrás de esta afirmación es que el voto del individuo raramente decide el resultado de una votación. De esta forma, el impacto de hacer un voto bien informado es cercano a, sino directamente, cero.”[ii]

¿Entonces, para qué informarme, leer los planes de los candidatos, saber sobre economía, sobre moral, sobre justicia, o sobre política si, en el fondo, mi voto va a hacer muy poco por mi bienestar y el bienestar del país?

¿Para qué me voy a informar a fondo si puedo tener un pantallazo general al ver un spot televisivo y dedicar el resto de mi tiempo a hacer actividades que sí redunden en un beneficio directo como trabajar, cuidar a mis hijos, o mirar Bailando por un Sueño?

En conclusión, podemos ser críticos de quienes ganan las elecciones. Podemos oponernos a la idea de que las campañas tengan más marketing que debate político. Podemos quejarnos de que sistemáticamente nos toquen los peores gobernantes. Pero grave será el error si creemos que la culpa la tiene la supuesta irracionalidad de los votantes.


[i] Racional en el sentido que toma decisiones utilizando su razonamiento y sopesando costos y beneficios. La racionalidad no garantiza que el individuo esté acertado, sino simplemente que actúa paraconseguir un objetivo.

viernes, 5 de agosto de 2011

Gracias a la Anomia

En la entrada de la semana pasada, cuestionamos la necesidad de tener elecciones obligatorias y pusimos de manifiesto la oposición que existe entre los procesos políticos electorales y los procesos electorales que se dan en el ámbito individual, que no deberían ser puestos en segundo lugar.

En este sentido, que la ley nos exija ir a votar, por más lo haga con la excusa de la civilidad y el compromiso ciudadano, es una amenaza contra la libertad de disponer de nuestro domingo como nos venga en gana y por eso consideramos que todo el concepto debería reverse.

Ahora bien, a juzgar por el porcentaje del padrón que, aun estando obligado, no fue a las urnas a cumplir con su “deber cívico” y a la luz la multa que se debería imponer a aquéllos, algo llama la atención.

Desarrollemos: en primer lugar, las noticias informaron que la asistencia fue del 68% del padrón[i], es decir que un 32% -o sea doscientos cincuenta y seis mil personas- no concurrió y es difícil pensar que tantos porteños estaban de viaje a más de 500 kilómetros de la ciudad. Lo más probable es que una mayoría de éstos, simplemente haya decidido hacer otra cosa.

En segundo lugar, una noticia de Infobae del año 2007, explicaba cuál sería el monto actualizado de la multa impuesta por no ir a votar. Haciendo cálculos, no ir a votar te costaría algo así como un centésimo de centavo, en el peor de los casos, y esto se debe a que nadie se preocupó por aggiornar la ley.

Respetar la ley

Siempre he escuchado con atención a distinguidos intelectuales, historiadores o economistas cuando planteaban que el problema de la Argentina era la falta de respeto por la ley. El gran problema de los argentinos para desarrollarse y ser, de una vez por todas, el país de la campaña de Néstor Kirchner (“Un País en Serio”), era su anomia.

Ahora bien, a juzgar por el dilema “libertad para elegir mi domingo versus obligación para elegir a mis gobernantes”, se ve que la anomia está jugando un rol muy importante a favor de la libertad.

Llevado a otros contextos, ¿no es la anomia la que hace que todavía existan bares donde se pueda fumar? ¿No es la anomia la que hace que puedas fumar ciertas sustancias en tu casa violando la Ley de Estupefacientes (pero respetando el artículo 20 de la Constitución Nacional)?

O bien, ¿no es la falta de respeto a la ley –de contratos de trabajo- la que permite que haya gente trabajando que, de otra forma, no podría hacerlo? ¿No es la facturación en negro lo que hace que algunas empresas funcionen mientras que, de otra manera, no podrían hacerlo? ¿No es la falta de respeto por ciertas regulaciones lo que permite que haya empresas de colectivos que te quieran ofrecer un mejor servicio?

Y mirando hacia atrás ¿No fue la anomia la que le permitió al pueblo soviético alimentarse y vestirse gracias a los enormes mercados negros que se desarrollaron? ¿Y no fue gracias a cierta manipulación de las normas que Oskar Schindler pasó a la posteridad?

¿Respetar qué ley?

No creo que deba contrarrestar una idea tan fuerte como que las normas deben ser respetadas o, de lo contrario, hacerse respetar, pero sí me parece importante considerar qué normas son las que deben prevalecer y qué sistemas emergen de qué normas.

Si respetar la ley a ultranza fuera la receta perfecta, la Unión Soviética seguiría siendo una cárcel y el nacionalsocialismo seguiría gobernando Alemania.

Tal vez gracias a Maradona, los argentinos nos hicimos fama de no respetar la ley. Pues bien, mientras las leyes que no se cumplen sean aquellas que violentan nuestras libertades y nuestros derechos esenciales, bienvenida sea esta reputación.